Ahora está claro que, como reacción al fenómeno pandémico del C19, asistimos a la promoción preeminente de una filosofía política basada en la ciencia biológica, que se convierte en el spiritus director de la sociedad a la que impone su moral. Lo que parece una improvisación estratégica no es más que el resultado del proyecto de una mathesis universalis como la que soñaba Descartes, es decir, el advenimiento de un control total y racional del funcionamiento del mundo, incluido y especialmente el del hombre, al que se considera irresponsable.

Este momento de entronización de lo biológico tiene su antecedente histórico en la declaración programática del positivismo de Auguste Comte. Desde entonces, ha progresado una unificación metódica del pensamiento que ha ido borrando las fronteras entre la concepción físico-matemática de los fenómenos naturales, la biología y la sociología. Esta fusión glorifica lo digital con su breviario de robots como un evangelio posmoderno. Habiendo convencido a las almas ingenuas de la universalidad conjuradora de la ciencia, el dogma de la infalibilidad del Papa se ha trasladado a la congregación de científicos ahora legitimados para expresarse ex cátedra en materia de fe y verdad.
La moralización de la campaña de vacunación se inspiró en la jurisdicción inquisitorial que utilizaba el derecho canónico para imponer sanciones a los herejes. El Estado se está transformando en una iglesia, pero todavía tenemos que saber cuál es su credo, y un análisis del concepto de inmunidad nos ayudará a ello, porque es este concepto en el que convergen las cuestiones que giran en torno al fenómeno pandémico.

El concepto de inmunidad se relaciona con el problema de la identidad, es decir, con la unidad de un sujeto. En consecuencia, el concepto de inmunidad presenta una estructura quiasmática en la que el pensamiento biológico moderno y la filosofía se cruzan de forma contradictoria. Esta última concibe la naturaleza trascendental del sujeto, mientras que la biología la refuta y opta por una versión ultranaturalista. En esta última valoración epistemológica, el análisis del tema se refiere a modalidades adaptativas evaluadas por algoritmos evolutivos. El quiasma inmunitario es, pues, el de la metafísica y el del cientificismo.

Los gráficos y las cifras resumen lo que significa médicamente el fenómeno pandémico y la inmunidad sólo se convoca bajo el único horizonte estadístico de su huella colectiva, mientras se muestran importantes diferencias clínicas, negligentemente depreciadas, entre las personas asintomáticas y las profundamente afectadas en su vitalidad. En cuanto a las personas vulnerables por ser ancianas, diabéticas, obesas o en tratamiento por diversas patologías, se las cataloga implícitamente como inmunodeficientes, como si esto fuera absolutamente normal. ¿A qué se refiere esta sentencia que no se explica?

La inmunidad se define biológicamente como el conjunto de las defensas de un organismo contra elementos extraños. Esta definición es retomada de forma más nocional por la biología evolutiva, que pretende distinguir entre el yo y el no-yo, términos didácticos que, por su ambigüedad semántica, pertenecen plenamente a la estructura quiasmática vista anteriormente. Así, la célula, como unidad básica de lo viviente, sería el estándar conceptual más adecuado para representar al yo y por su extensión natural al organismo, éste adquiriría una unidad funcional que garantizaría su autonomía existencial. La noción de yo se extiende además a la especie, que se convierte en una nueva y más amplia unidad del modelo adaptativo autista que la célula representa idealmente. El cuerpo descrito por esta teoría celular se convierte en un estado celular sobre el que se pueden modelar las estructuras jerárquicas del macrocosmos político y social. El desplazamiento semántico del yo de la célula a su identidad psíquica alcanza su punto álgido cuando ésta no es más que un medio de control de su cuerpo, definitivamente instrumentalizado e integrado en el cuerpo mayor y emblemático de la sociedad. Asistimos a una mascarada de responsabilidad culpabilizadora en la que todos deben proteger a los demás, incluidos los niños que pueden matar a sus abuelos. El hombre-célula se funde con el cuerpo-estado, una versión zoológica del hormiguero.

Volvamos a una reflexión más crítica sobre la conceptualización de lo biológico. La inmunidad biológica se refiere al individuo de una especie dotado de las características de una entelequia, es decir, que tiene una existencia bien definida, o que se presenta como una forma consumada en su modo de diferenciación en el conjunto que es la naturaleza. La inmunidad cuestiona in fine la relación del Uno con el Todo, una relación constitutiva y constituyente de un todo evolutivo y selectivamente integrador según la lógica doctrinal del adaptacionismo. El término biológico asociado a la evolución se refiere, pues, al fenómeno espontáneo de la biodiversidad sin que se pueda discernir ninguna causa a priori: se reduce a un extraordinario juego combinatorio de genes que produce una prodigiosa eflorescencia de formas sin otra finalidad que crear un sistema, es decir, generar y contener sus límites. Por consiguiente, ninguna forma puede estudiarse por sí misma de forma aislada, ya que la evolución es una coevolución en la que intervienen todos los elementos del planeta, que las ciencias de la tierra contemplan como un organismo vivo. Los virus y las bacterias participan activamente en las modalidades evolutivas de este sistema, que hoy en día parece haber alcanzado su plenitud sistémica, pero que sin embargo conserva su carácter competitivo.

La ciencia biológica hace así la elección epistemológica de concebir una forma viva como una opción mutacional genómica que se somete a la prueba de su viabilidad y se autoorganiza en un entorno que ella misma contribuye a complejizar, favoreciendo así nuevas posibilidades formales. En esta perspectiva, el procedimiento inmunitario se identifica con el aprendizaje adaptativo de una forma, lo que implica, como contexto pedagógico, la gestión de una cantidad de información absolutamente inconmensurable. Cada forma se asemeja a un buen alumno que ha sido capaz de memorizar una parte de la información del entorno para hacerse un nombre; esto puede llamarse un principio de identidad representativo del modo de desarrollo del sistema de la naturaleza. El hombre se encuentra al final de esta sistematización formal e informativa y parece lógico que represente el límite y la razón de ser. Evidentemente, el hombre tiene una relación con el todo y no con una parte de los datos del entorno, lo que hace que la noción de inmunidad sea bastante singular ya que, manteniendo la metáfora pedagógica, el hombre integra todas las modalidades evolutivas y se convierte en el sistema del sistema, su causa oscura. Recordemos que más del 90% del ADN no está directamente codificado en los humanos, lo que evoca un impresionante almacenamiento de información.    

     
Quedémonos por un momento con la teoría de la evolución según el modo adaptativo, que se refiere a la relación de una forma viva con su entorno. La pesadilla de Darwin era la cola del pavo real, cuyo valor adaptativo le resultaba difícil de comprender, y el propio Darwin no tenía ni idea de su propio valor adaptativo y se extasiaba con las lombrices de tierra, cuya importancia para la vida de la tierra es sin duda inmensa.

Así, la llamada inmunidad natural en el hombre, por estar presente desde el nacimiento, es el resumen de una epopeya de supervivencia que atestigua la capacidad de una forma viva de producirse y reproducirse como especie dentro de la dinámica evolutiva. El hombre procede de las leyes de la dinámica diferencial que deciden su modo de ser en el mundo, ya sea a nivel personal, social o cósmico. La sociología es una simple elevación de la etología. 
Sin embargo, la pandemia, como cualquier síntoma llamado infeccioso, revela la persistencia de la presión selectiva dentro del sistema evolutivo y se apela entonces al concepto de inmunidad adquirida o adaptativa que, como acabamos de ver, ya está implícito en la inmunidad natural. Este segundo tipo de inmunidad demuestra que la identidad del hombre está siempre expuesta al mecanismo coevolutivo que implica la vida de la totalidad de las formas del planeta. Determinar la inmunidad de un organismo como un modo de defensa contra lo que le es ajeno ignora el hecho de que una forma nunca deja de experimentarse a sí misma en su diferencia y que esta diferencia no puede concebirse fuera del imperativo lógico que ordena la coevolución. La ley integradora del sistema se impone, una forma sólo existe en relación con otra.

La noción del yo como unidad orgánica relacionada con una lógica existencial autárquica se vuelve abstracta, sin realidad concreta y borrando la importancia de la interdependencia de las formas. Nuestros intestinos albergan una fauna y una flora que permiten la asimilación de los alimentos. Algunos animales tienen más microorganismos en su organismo que sus propias células; esto se llama comensalidad o el arte de vivir juntos.

La noción de sí mismo está lógicamente ligada a la noción de lo idéntico, de lo siempre igual, de una coincidencia con uno mismo sin desviación, de una relación eterna de sí mismo con sí mismo, recordando la obstinación celular de ser sólo uno mismo sin más que uno mismo. Así, el término extraño asociado al no-yo en la definición de la identidad inmunitaria se vuelve muy problemático. Nada en el mundo puede considerarse ajeno a una forma, especialmente los virus y las bacterias, que son elementos principales del proceso evolutivo, lo que nos recuerda que éste sigue siendo un sistema integrador para bien o para mal; de hecho, el juego no ha terminado y nadie conoce su final.
En consecuencia, el no-yo refleja la abstracción del yo y recupera su dimensión imaginaria.

El modelo celular resulta ser falaz. La célula sólo se ocupa de sí misma asimilando el mundo, es decir, haciéndolo semejante a sí misma. Se encierra en su voluntad de ser el mundo: es una alucinación y sólo modela un yo psicótico.
La ipsidad es una identidad abierta al mundo y, por tanto, a conquistar, nunca completada, siempre en proceso de devenir, en el asidero de la alteridad que la hace siempre otra de lo que es. La noción doctrinaria, incluso fanática, del extranjero es, pues, abstrusa, porque el problema inmunitario para el hombre es asumir que sólo es en su relación con el otro emblemático como el gran Otro para significar la lógica infinitamente diferencial.

Pero, ¿qué es el ser del hombre como ser con otro? Esta es la verdadera cuestión que la pandemia debería haber planteado en toda su extensión. 

El ser recibió su homologación cartesiana en Europa según la formulación ontológica que lo relaciona con el pensamiento. Esta definición es evidentemente sumaria y sólo abre el debate.
El hombre se refleja en el espejo del mundo donde nada en particular lo solicita o lo significa. El ser es, pues, la simple inmediatez, es decir, la inmediatez misma o el pensamiento que capta inmediatamente su ser. Sería más apropiado hablar del surgimiento del ser imponiéndose como la apertura de la cuestión que el hombre es a sí mismo: el ser es ante todo ser ahí con la nada, o bien es ser mediado con el no-ser; no tiene contenido, es el ser que no podría ser y sin embargo es.

Si el cuerpo del hombre guarda la memoria de millones de años de coevolución, ningún apéndice adaptativo lo determina según un modo de supervivencia.  El hombre se ocupa de la totalidad del mundo, que le devuelve su propio ser. La relación del Uno con el Todo ya no está delimitada por un modo de ser específico y adquiere el carácter de un absoluto incondicional.  

La filosofía se basa en este valor indiciario de una absolutez en la relación del hombre con el conjunto del mundo, devolviéndolo así dialécticamente a su extrema finitud. El hombre sólo puede significarse a sí mismo desde la razón del todo y debe asumir en contrapartida la angustia de la nada que lo funda como un puro devenir para sí mismo, a no ser que sea puesto en un zoológico.

No puede haber, pues, una simple continuidad biológica de la sistemática de transformación de la célula al hombre, sino una inversión total de la corriente de la evolución, recogiendo en su principio interno del que el hombre se convierte en representante. El hombre debe asumir toda la historia de la naturaleza resumida en él para darle una razón que le pertenece. Así se comprende la presencia inaugural de la nada con el ser; la nada es lo posible del ser y de su devenir. El hombre debe finalizar el sentido de su existencia con el telón de fondo de la nada, donde la angustiosa presencia del sin sentido, la muerte, hace guardia. El hombre no puede escapar de la muerte y debe vivir con ella, ya que limita el sentido de su existencia y absolutiza la singularidad de su presencia en el mundo.
Esta última frase filosófica es totalmente contradictoria con el biologismo de ambiente que exalta la vida por la vida en el rechazo fóbico de la muerte. La pandemia debería haber sido una oportunidad para reflexionar sobre la estructura quiasmática del concepto de inmunidad, donde dos concepciones del hombre se cruzan en su diferencia radical. En cambio, fue la ocasión de una asombrosa muestra del miedo del hombre a la muerte, un miedo que llegó incluso a las principales comunidades religiosas. Fue la victoria del biologismo y la derrota de cualquier idea trascendental del hombre. El ser incondicionado cayó en el pantano molecular de una sopa original de la que surgió la promesa ilusoria de un disfrute eternamente renovado. Es comprensible que Moisés rompiera las tablas de la ley al ver la adoración del pueblo al becerro de oro.  

La ideología promovida por una política biológica es la de la inmunización contra la muerte, que permite al hombre escapar a la presión selectiva del sistema que lo ha hecho nacer y regenerarse ilusoriamente, como en la leyenda de Frankenstein, a partir de la matriz genética emblematizada como fuente de la juventud. Tal es la utopía, cercana a la alucinación, de esta nueva religión positivista que Auguste Comte había anticipado y que no tiene nada que ver con el superhombre de Nietzsche, sino con el hombre aumentado o el transhumano.
Se demuestra así que la metafísica del ser no debe separarse de la física, pues de lo contrario el sujeto perderá su unidad, disipándose en la molecularización del cuerpo y sometiendo ingenuamente su fallida construcción inmunitaria a las directrices sociopolíticas.

Para abordar la inmunidad desde un ángulo metafísico, es necesario elaborar una analítica existencial, es decir, extraer las estructuras de una ontología fundamental. Hemos visto que no puede haber un yo, o más exactamente un en-sí, independientemente de una relación con otro y esta relación diferencial sólo puede ser dialéctica imponiendo un ritmo de estructuración para el sujeto con el fin de adquirir un para-sí y dejar el aspecto autista del en-sí celular.  
La noción de para-sí impone un carácter apropiativo puramente cualitativo al movimiento dialéctico. El ser por sí mismo concibe su diferencia con los demás seres, se comprende en ellos y vuelve a sí mismo. Así, el sujeto llega a sí mismo por lo que ya es en promesa en sí mismo, la esencia del yo ya no es biológica, sino metafísica.
Este esbozo ontológico es transferible al sistema inmunitario según la tradicional tripartición funcional del organismo: el sistema metabólico, el sistema cardio-respiratorio y el sistema nervioso.

- El metabolismo trata de la interdependencia de las formas en las condiciones impuestas por la coevolución. Cuando comemos un vegetal o un animal, nos apropiamos del modo de ser del vegetal o del animal o de su estructura ontológica. De este modo, una forma pasa a otra, llevando consigo el valor modal de su génesis. Esta alquimia apropiativa que realiza el sistema digestivo muestra la inseparabilidad del vínculo entre lo cualitativo y lo cuantitativo. El biotopo intestinal refleja la evolución de esta interdependencia a lo largo de millones de años y proporciona la base para la construcción de la inmunidad. Esta inmunidad, que inicia la relación entre el Uno y el Todo, es por tanto representativa del yo o de la esencia de una forma. Es globalmente asimilable a la inmunidad innata y, por lo tanto, está representada por el linaje mielocítico de la hematopoyesis, fuente del proceso de identidad primaria que asume el poder unificador de la sangre.
- El sistema cardiorrespiratorio se define por su capacidad de ofrecer una mediación rítmica entre un organismo y su entorno inmediato, es decir, la esencia de una forma debe seguir siendo en su diferencia en su relación con otras esencias de un modo mucho más cualitativo. La inmunidad es aquí la de la relación de lo uno con lo otro y, por tanto, concierne al para-sí. También es globalmente asimilable a la inmunidad adquirida y afecta a los órganos linfoides. Parece que el papel del bazo es, por su doble constitución hemo-linfática, de gran importancia para asegurar el equilibrio del movimiento dialéctico entre el en-sí y el para-sí.
- El sistema nervioso confirma el valor diferencial de un organismo y asume su singularidad. La inmunidad neurológica es la del en sí para sí o el sí como otro y completa el movimiento dialéctico constitutivo de toda forma.
Este último momento dialéctico fundador de la ipsidad debe estar abierto al mundo y mediado por la dinámica del en-sí y del para-sí, como forma de su singularidad y particularidad. Este último momento valida todo el proceso de identidad y, por tanto, desempeña un papel esencial en las patologías autoinmunes. A nivel biológico, esta mediación está garantizada por el sistema endocrino.

La biología no sabe cómo clasificar esta inmunidad imprecisa, estudiada bajo la amalgama de la psico-neuro-endocrinología.

A partir de esta visión ontológica, es fácil echar un vistazo matizado a las inmunidades de las distintas formas vivas del mundo, sabiendo que el criterio incuestionable de la evolución sigue siendo el del sistema nervioso. 
La mayoría de las plantas desarrollan un esquema del metabolismo en el sistema floral con la producción de azúcar, aceite y proteínas; los tallos frondosos son también un esquema del sistema cardio-respiratorio y las raíces que absorben el agua y las sales de la tierra funcionan como un sistema nervioso en su sensibilidad quimio-táctil.  La planta no tiene órganos inmunitarios y es tan dependiente de su entorno que todo su ser está implicado en su perseverancia en su forma de ser única. La planta es un prototipo o esbozo ontológico y la célula vegetal anticipa por sí sola el futuro sistema inmunitario.

Es evidente que el animal posee los tres niveles de construcción de la identidad, pero también es obvio que la inmunidad metabólica domina y se particulariza según el protagonismo del modo de alimentación. La vida social, que suele ser muy compleja, permite iniciar la inmunidad a un yo, pero ningún animal puede acceder al yo, sólo puede acercarse a él, como demuestran los monos y, sobre todo, los animales domesticados. La inmunidad neurológica no puede alcanzar su nivel superior correspondiente a la unidad del ser, que se alcanza en el pensamiento, que es su propia mediación y está libre de toda exterioridad.

Así, esta dependencia del ser respecto al otro sólo encuentra su resolución suprema en el hombre gracias a la eficacia del movimiento dialéctico por el que el hombre se convierte en su propio otro. En otras palabras, el hombre produce su propia diferencia con respecto a sí mismo, su diferencia eterna con respecto a sí mismo.
El método de vacunación, que en sus inicios respondía a una cierta visión dialéctica de la inmunidad, se ha convertido en el estandarte de una cruzada biopolítica por la supervivencia a toda costa, que sólo sirve a una salida egológica. La posibilidad de una existencia libre de infecciones y enfermedades, sin preocupaciones, llena de electrodomésticos, programas de juegos y viajes a Mauricio, parece haber llegado finalmente, a costa de una total sumisión a la biotecnología al servicio de la bioeconomía.

Afortunadamente, la esencia libre del hombre no puede ser completamente sofocada por la prepotencia de un mecanismo económicamente útil; el cómo de una historia es inseparable del porqué que es su reverso. Cuando le contamos un cuento a un niño, nunca deja de preguntar por qué, porque todo su ser está suspendido en una ética que puede dar sentido a su existencia y a la del mundo. Una historia debe seguir siendo el fundamento de un sujeto en el mundo, de lo contrario se impondrá la ley del rebaño, que es la victoria de la nada del ser. Si, en efecto, la rosa parece escapar al porqué, es porque evoca la ruina del cómo y expresa una libertad para nada, sólo para lo bello, para el espíritu.

La mayor libertad se esconde en la inmunidad, tratemos de no venderla por un pequeño virus. Enfrentarse a la muerte y no huir de ella es la mejor manera de cumplir un destino, es decir, de vivir una pasión que es una conquista de uno mismo por uno mismo en dialéctica con la historia del mundo. Ha llegado, pues, el momento, como intuía Hölderlin, de un retorno de lo divino en el hombre según la necesidad absoluta de una resurrección de la esencia libre del hombre, que debe darse su propio horizonte trascendental.